23/01/2017
El ser humano es único e imparable cuando decide autodestruirse. Podemos llegar a tener una constancia y un tesón en ello que jamás tenemos para lograr otras metas. Cierto es que la autodestrucción no suele ser consciente, y que resulta mucho más visible (o solamente visible) para los otros. Si nos paramos un poco y miramos dentro de nosotros mismos, muchas veces descubrimos con asombro que estamos trabajando como locos para proteger determinadas cosas que en nuestra vida son importantes, muy importantes. Unos dicen: para mí la salud, es lo que más quiero proteger, porque sin salud no tienes nada… Otros dicen: la familia, sin duda mi familia es lo esencial, porque si no tienes a los tuyos, para qué sirve estar sano. Otros saben con certeza adquirida por experiencias vitales, que lo que necesitan conservar para estar en paz, son sus principios, su dignidad, su libertad, su independencia, o algún otro concepto de altura y profundidad. A esto no se llega gratuita ni fácilmente, sino atravesando situaciones que nos hacen reflexionar, incluso viviendo situaciones en las que ha visto el riesgo de perder alguno de esos valores. Hay que tocar fondo para poder volver a subir. Y después están quienes, y estos no suelen decirlo, se afanan en conservar sus ingresos, su tren de vida, su ego, su visibilidad social asociada al tener… Los que están ahí, suelen despertar cuando pierden alguna otra cosa o simplemente la ven amenazada: ejecutivos que son cesados de la noche a la mañana, o que ven como su pareja les deja, o que viven un accidente de tráfico propio o familiar que lleva a recolocar todo como cuando cambia la información en las pantallas de un aeropuerto, desparecen ciertos destinos que estaban arriba, aparecen otros nuevos que no estaban, y otros de pronto están cancelados o retrasados. Cualquiera que sea el eje de conservación que hemos elegido, lo fascinante es observar cómo podemos pasar la vida esforzándonos por conservar algo que, con nuestras acciones diarias, estamos destruyendo, en un bucle lento y constante. Como el escorpión, que cuando se siente amenazado se pica a sí mismo para suicidarse. Así, un magnífico profesional del mundo académico, un tipo sabio al que todos consultan y refieren, consume sus días leyendo sin descanso, acudiendo a todo tipo de foros y seminarios, devorando las últimas novedades publicadas para no desactualizarse, y elaborando largas listas de tareas pendientes para no olvidar ninguna fuente de información ni pasar por alto ningún dato. En esta carrera, descubre un día que sus correos electrónicos están sin contestar, que hay personas que le han pedido cita hace meses y a las que no ha contestado, que acumula una larga lista de llamadas sin devolver… Entre las personas a las que ha dejado sin atender, están sus propios alumnos, los académicos de prestigio internacional, los grandes empresarios y hasta el que fuera su editor reclamando la entrega de publicaciones pendientes. Diríamos que: en mi afán por conservar mi buena reputación, la estoy perdiendo día a día… de manera constante e inconsciente… Un ejecutivo o ejecutiva de empresa con una gran responsabilidad pasa quince horas al día trabajando, y quince días al mes fuera de casa. En su discurso diario, él presenta a su familia como su eje vital y emocional: ellos son lo más importante para mí, todo lo que hago lo hago por ellos, si no tuviera familia, nada tendría sentido, ellos son mi razón de vivir, si trabajo de esta forma es por ellos, a mí el dinero no me importa (esta es la frase que más claramente muestra lo mucho que les importa el dinero). En su discurso hay una realidad, y en su casa hay una persona que tiene a sus hijos desconcertados (en el mejor de los casos), a su pareja invisibilizada, a sus padres olvidados, y, en definitiva, a todos aquellos a quienes pretende proteger, recibiendo las consecuencias de su “protección”. Se resumiría así: me importa tanto mi familia que no tengo un minuto para ellos. Hay un tipo de autodestrucción muy común que tiene que ver con la salud, fácil de reconocer. Los mismos o muy parecidos miedos que llevan a las personas a un extremo, pueden llevarles al otro. La gente muere por enfermedades derivadas de la obesidad y el sedentarismo, y también mueren haciendo deporte de forma temeraria. Unos y otros, en sus acciones, persiguen un objetivo relacionado con la conservación de la salud. Si, incluso las personas que aparentemente atentan contra su salud, buscan conservar su estado actual de salud, su disfrute con la comida y la bebida, pues no están dispuestos a hacer el sacrificio que eso les implicaría, y probablemente no creen en la recompensa que -supuestamente- obtendrían. El argumento de autodefensa sería: prefiero estar así, como estoy, que como se supone que estaría si dejara de hacer lo que hago, esto es conocido y real, y lo otro no sé, quizá sea mejor, quizá no, así que no merece la pena el esfuerzo. Las organizaciones también tienen sus bucles de autodestrucción. Al querer conservar sus ingresos, emprenden acciones destructivas hacia sus empleados, estrujan a sus proveedores, descuidan la calidad y entran en una espiral que puede conducir a la pérdida del talento, la desatención e insatisfacción del cliente, y la toxicidad relacional del sálvese quien pueda. O quieren conservar a cualquier precio a sus clientes, y en el camino ignoran la calidad, o ignoran a las personas, lo que les lleva a perder clientes. Dicho de manera breve sería matar a la empresa intentando protegerla. Es significativo el caso de las ONGs. Aquí, lo que suele vigilarse y en principio prevalece sobre muchas otras cosas son los valores e ideales que se han elegido. En función de la causa que defienden, las organizaciones sociales establecen líneas rojas a sus potenciales socios o donantes. Es este un ejercicio necesario, pero requiere de una importante reflexión, pues existe un riesgo real de que los límites para la protección de los principios, sean excesivamente rígidos y no permitan entrar a casi nadie; de esta forma se limitan los recursos que entran en la organización y con ello la posibilidad de contribuir a la causa. La actitud sería: la defensa de nuestra causa es tan firme, que no abrimos la puerta a nadie que no la comparta. La respuesta está en el equilibrio. O al menos en la búsqueda del equilibrio. Y encontrar el equilibrio pasa por tomar conciencia de lo que estamos haciendo, comprender por qué lo hacemos y sobre todo para qué, con qué sentido. Es posible que después decidamos seguir en el mismo lugar, pero lo importante es hacerlo de manera consciente y saber que se está ahí, en esa lucha por conservar que sea que uno quiera conservar.